“¿Acaso todo el
bienestar se puede y debe comprar con ingreso devengado, transferido o
remesado?”
Los
seres humanos somos como la mezcla de cemento que preparan los albañiles. Con el tiempo y la rutina nos volvemos
rígidos, perdemos capacidad para innovar, tomar riesgos e intentar cosas
distintas. No es bueno, ni malo. Así es.
Dicha condición humana se amplifica cuando además nos ponemos a crear instituciones
y reglas, que con el tiempo también se vuelven rígidas y por lo mismo alejadas de
esa realidad cambiante para las que fueron creadas. ¿Ha intentado usted provocar un cambio
institucional, o tan siquiera modificar una práctica arraigada en la mente de
un colectivo?
La
paradoja es que es justamente allí, en la capacidad de no dejar que la mezcla
se seque, en mantener vivos y alertas los sentidos para aprender de otras
experiencias e ideas, donde reside la posibilidad de resolver problemas y transformar
realidades. Si usted sigue haciendo lo
mismo no espere conseguir algo diferente. En la política pública es igual.
De allí
la importancia de provocar de vez en cuando sacudidas profundas, revisión de
prácticas y conceptos para saber si aún responden a las condiciones y
necesidades del momento. Le doy un
ejemplo que tengo a mano.
¿Qué
pasaría si comenzáramos a pensar “fuera de la caja” en materia de protección
social? ¿Qué tal si sometemos a la
prueba ácida de la evidencia empírica muchos de los supuestos con los que hemos
venido discutiendo, diseñando, evaluando y asignando presupuesto a los
programas de ayuda a los más pobres y vulnerables? ¿Y qué tal si al hacerlo encontramos
una clase política dispuesta a darle espacio y cabida a discusiones de este
tipo?
¿Qué
tal si alguien se atreviera a plantear que llegó el momento de abandonar la
focalización, y que para abatir la pobreza es momento de volver a la universalización?
Claro está, con consciencia de las capacidades reales del Estado de garantizar
un mínimo de derechos.
¿Qué
tal si cambiáramos el esquema típico de focalización de los programas sociales,
que se ponen con lupa a buscar pobres y hacerles preguntas incómodas, a veces
hasta perversas y denigrantes, con el fin de encajonarlos en una categoría
socioeconómica baja? ¿qué tal si en vez
de incluir pobres excluimos ricos? ¿No
sería administrativamente más fácil, más barato, y menos intrusivo?
¿Qué
tal si nos moviéramos de solamente transferencias monetarias a construcción de
bienes públicos locales y fortalecimiento del tejido social local? Reconociendo con ello que ciertamente el
efecto del dinero transferido y su multiplicador en la comunidad existe, pero
es limitado y por ende una solución incompleta y solamente material al complejo
problema de la pobreza.
¿Qué
tal si abandonáramos la comodidad que nos da la medición de pobreza por
indicadores exclusivamente monetarios y nos pasamos a un esquema que trate de
acercarse un poco más a esa multiplicidad de factores que interactúan en la
carencia de oportunidades y accesos de las personas? ¿Acaso todo el bienestar se puede y debe
comprar con ingreso devengado, transferido o remesado?
Yo creo
que vale la pena hacerse estos cuestionamientos, quizás no a diario pero sí
cada poco. Es un ejercicio que nos deja,
en el peor de los casos, la oportunidad de construir un imaginario nuevo y avanzar
en esa aspiración que todos tenemos de alcanzar una mayor inclusión social en
Guatemala.
Déjeme
concluir diciéndole que estas reflexiones no son quimeras, ni tampoco alucinaciones
de una mente trasnochada. De hecho, son parte
de la agenda social que el nuevo equipo de gobierno en Chile se está planteado
para la política social de los siguientes cuatro años.
¿No es
este un ejemplo concreto de cómo cuando se juntan voluntad política y capacidad
técnica otra realidad es siempre posible?
No hay que dejar que la mezcla se nos seque.
Prensa Libre, 30 de enero de 2014.
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