“¿debemos revisar nuestras políticas y programas de reducción de pobreza, construidas sobre la base de una separación casi completa de los instrumentos de política social de aquellos orientados al desarrollo económico?.”
América
Latina ha hecho avances importantes en reducción de pobreza durante la última
década. Las últimas cifras reveladas por
CEPAL en su Panorama Social 2013 nos dicen que (sic) “se ha producido en la
región una caída de la pobreza que en promedio llega a 15.7 puntos
porcentuales, acumulados desde 2002. La
pobreza extrema también registra una caída apreciable, de 8 puntos
porcentuales, aun cuando su ritmo de disminución se ha frenado en los años
recientes”.
Sin
embargo, son las últimas 13 palabras de la cita las importantes: “aun cuando su
ritmo de disminución se ha frenado en los años recientes.” Porque al ver la velocidad de reducción de
la pobreza en la década hay claramente dos historias que contar. Una que va del 2002 al 2007, muy acelerada y
dinámica, donde la pobreza se redujo 3.8% por año en promedio, y la indigencia
lo hizo a una tasa de 7.1% anual. Eso
nos llenó de optimismo a todos. Pero
luego cambió la marea entre el 2008 y el 2013, y el cuento comienza a
preocuparnos otra vez, sobretodo en el caso de la indigencia, que dio un
frenazo casi total y ahora se reduce a paso de caracol a una tasa anual de 0.9%.
Lo que
no sabemos con claridad es ¿qué es lo que se está agotando? Una hipótesis es que sea la estrategia que ha
seguido la región en materia de política social. Que ciertamente dio frutos, muchos y muy
jugosos, durante los primeros años, que se reflejaban nítidamente en las
mediciones de pobreza más utilizadas por gobiernos y organismos internacionales:
de consumo o de ingreso.
Pero hoy
tanto especialistas como funcionarios públicos con la papa caliente en la mano comienzan
a dar voces de alerta y piden repensar el modelo, para retomar la senda que saque
a flote a esos 160 millones de latinoamericanos. Así, la pregunta que nos lanza en la cara estas
cifras es: ¿debemos revisar nuestras políticas y programas de reducción de
pobreza, construidas sobre la base de una separación casi completa de los
instrumentos de política social de aquellos orientados al desarrollo económico?
El
ejemplo más claro lo tenemos en el sector rural. No solamente es allí donde se aloja el grueso
de nuestra pobreza más dura, sino que además es el espacio territorial en donde
se manifiesta con más claridad la desigualdad de oportunidades que caracteriza
a los latinos. Quizás ha llegado el
momento de revisar la estructura programática pública tan compartimentalizada,
que mira a un pobre rural como ese sujeto esquizofrénico que un día es
beneficiario de un programa de transferencias condicionadas, al día siguiente
es campesino de subsistencia sin viabilidad productiva alguna, y a los dos días
lo ve como miembro de un banco comunal pidiendo un microcrédito.
Como
sea, lo que hace unos años comenzó siendo una mera hipótesis, hoy parece que ya
nos aprieta el zapato. Tenemos dos
opciones: ver hacia otro lado y esperar a que volvamos a tener tasas de
crecimiento que escondan bajo la alfombra a los pobres, o seguir presionando por
un cambio de instrumental y estrategia política.
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