Hace
catorce años mi hijo mayor tenía tres. Vivíamos
en Santiago de Chile. Cambiaba el siglo,
renovábamos esperanzas, soñábamos y nos comprometíamos a trabajar por un mundo
mejor. La pobreza estaba al centro del
debate de desarrollo y era el enemigo a vencer por todos.
Tales
eran las condiciones que casi doscientos países decidieron firmar un compromiso
para acabar con la pobreza mundial y mejorar las condiciones de vida de mucha
personas a través de una lista de compromisos que rimbombantemente bautizaron
como los objetivos de desarrollo del milenio (ODM). De entonces para acá todo es historia.
Los
avances fueron variopintos. En lo
sustantivo, digamos que la parte medio llena del vaso tiene que ver con una
importante reducción de pobreza extrema en todo el mundo, aumento significativo
en acceso a educación primaria, combate a malaria y acceso a agua potable. En lo operativo, logramos una agenda común y
sistemas de seguimiento, cosa no menor cuando de temas de desarrollo se trata.
Sin
embargo, igualdad entre los sexos y el empoderamiento de la mujer,
sostenibilidad del medio ambiente, reducción en la mortalidad infantil y el
compromiso con una alianza mundial para el desarrollo como que siguen siendo
asignaturas pendientes.
La
renovación de votos vendría en el 2015, justo para sus bodas de cristal
–curiosa frágil analogía–. Allí se haría
un corte de caja, rendición de cuentas para saber si vamos bien o nos
regresamos. Un ejercicio de
autoevaluación sin dolientes directos porque casi ninguno de los de entonces
son los de hoy. Más bien serán análisis
que sirvan de base para la siguiente etapa.
Esa que hoy ya se ha bautizado como objetivos de desarrollo sostenible
(ODS).
Una
sostenibilidad que se está entendiendo desde la inclusión de temas nuevos en la
agenda de desarrollo global –energía, empleo, alimentos, desigualdad, entre
otros–, así como un esfuerzo por lograr una mayor legitimidad. Esta vez ya no se propone construir la agenda
desde un abordaje “top-down”, en donde los mismos de siempre recetan a los
mismos de siempre.
Para
bien o para mal el mundo ha dado varias vueltas de tuerca en estos quince años
y la correlación de fuerzas es otra. Por
una parte, países emergentes gritan por ensanchar la tienda y tener más voto en
las decisiones –suponemos que también están dispuestos a más
corresponsabilidades–. Y por la otra,
los países industrializados no terminan de reponerse de sus descalabros financieros
y fiscales. Es de esperar entonces que
los ODS serán un espacio de expresión de estas pujas globales que están
teniendo lugar.
Como
sea, parece que avanzamos en fondo (temas de agenda) y forma (mecanismos para
consensuarlos) y pasamos de la M a la S.
Aunque la verdad de la milanesa se sabrá en año y medio cuando veamos en
blanco y negro hasta dónde fuimos capaces de pensar en clave planetaria y
entender el desarrollo como un concepto marcado por la complejidad, la incertidumbre
y la interdependencia.
Mientras
tanto, catorce años después mi hijo mayor está por entrar a la universidad, y
yo me pregunto qué tanto hemos hecho los adultos de hoy por esa generación de
relevo que está saliendo de la pecera y se alista para salir en unos años a
nadar océano abierto en busca de su lugar en la historia.
Prensa Libre, 1 de mayo de 2014.
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