Hace un
par de semanas apareció un artículo en una revista de economía haciendo una
comparación entre Perú e Italia. La línea argumental iba en el sentido de la
disfuncionalidad de los sistemas políticos en ambos países, las consecuencias
que ello tenía para crear condiciones de desarrollo en el mediano plazo, y la
ilusión óptica de creer que períodos de relativa bonanza económica en el corto
plazo son sostenibles cuando la política va por su lado (¡o no va a ninguna
parte!).
En otras palabras, creyendo que solamente con
tecnocracia se puede alcanzar el progreso para la mayoría; haciendo caso omiso
al descrédito acelerado que los liderazgos de turno enfrentan y al bloqueo
sistemático de parlamentos que hace muchos años dejaron de cumplir su función
deliberativa, y se han acomodado en una zona de confort que simplemente bloquea
lo que se le ponga enfrente, a menos que unte la olla.
Países en donde la ciudadanía, harta del circo
político y acostumbrada a salir adelante en la informalidad económica, afianza la
percepción de que el país puede prescindir de la política y sus políticos –al
menos en su formato actual–. Países en
donde las diferencias étnicas y regionalismos pesan mucho en el imaginario
nacional y en las posibilidades que se barajan para cualquier proyecto de
nación concebido en la mente de sus elites.
Señalar las similitudes con Guatemala sale
sobrando. Más parece aquel juego de encuentre
las 7 diferencias. Pero a diferencia del
Perú, que entre sus cuentas nacionales cuenta con esa bendición que pueden ser
los recursos naturales para mantener los macro números a flote y-o comprar el
oxígeno que la Política no sabe o no quiere generar en su dinámica diaria, aquí
no tenemos esa muleta. Desde hace años
dejamos de tener una sola gallina de los huevos de oro –ahora son tres o
cuatro, incluyendo las gallinas ilícitas–, sin que ello signifique que hemos
consolidado un portafolio de motores de crecimiento económico que diversifica y
reduce nuestra exposición a las volatilidades de los mercados internacionales.
Valga de cualquier manera la comparación y el
jalón de orejas. No cuesta nada ver o suponer
que justamente allí, en el desastre de la Política (con mayúscula) y sus
operadores (con minúscula), pero también en la actitud de una sociedad civil
con un poco de lustre pero mucho asco a lo público, radique la causa de este equilibrio
socioeconómico de tan baja intensidad que acarreamos ya por varias décadas. Que no nos tira al abismo pero tampoco
nos catapulta a un estadio de desarrollo mayor.
Lo que
está claro es que de seguir así, sin partidos, sin participación amplia y
plural, sin aterrizar discusiones que pueden ser sabrosas pero francamente
etéreas y completamente irrelevantes para el diario de los chapines, y con el
cepo mental que impide proponer soluciones más atrevidas e innovadoras a las
que ya hemos intentado, será muy lento el despegue.
Sin una
práctica política sana no hay economía estable y sostenible. Al final el homo economicus necesita de su zoon
politikon. El desarrollo de los países
pasa por utilizar ambas dimensiones de manera complementaria, permanente y vigorosa.
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