El
instrumental de política pública que la región ha ido desarrollando para
atender sus estrategias de reducción de pobreza es amplio, relativamente
institucionalizado, pero sobre todo fue muy claro desde el inicio en cuanto a
su apuesta conceptual: la pobreza se combate fundamentalmente con protección
social. Así, reconversión productiva,
inserción a mercados, cadenas de valor, rentabilidad económica y productividad,
fueron términos reservados para aquellos que demuestren capacidad de mantenerse
a flote. Es decir, los no pobres.
Solo de
manera más reciente es que América Latina –y no todos los países– vuelven a
preguntarse si los pobres también pueden tener alguna viabilidad económica –¡si
son capaces de producir y vender algo para salir por sí solos pues!–. Ergo la agenda de inclusión financiera, los
programas de compras públicas y el retorno de la banca de desarrollo,
instrumentos todos que apuntalan eso que un día alguien llamó crecimiento
económico pro pobre.
En el
caso de la inclusión financiera, proceso que apoya la salida de la pobreza en
condiciones de mercado, me parece que ha corrido ya algún agua bajo el puente y
podemos decir un par de cosas con cierto conocimiento de causa.
Lo
primero es que la intersección entre política social e inclusión financiera necesariamente
converge en el espacio rural. Porque es
justamente allí, en la ruralidad profunda, en donde se aloja la pobreza más
dura, donde se manifiesta con mayor claridad la exclusión social que la
política social busca revertir, y donde el vacío de los mercados de bienes pero
sobre todo de servicios –en este caso financieros– es más evidente.
En
segundo lugar, afortunadamente tanto en materia de inclusión financiera como de
política social ya existe un bagaje muy rico y creciente de investigación y
evidencia empírica, que evalúa mecanismos de transmisión e impactos en individuos,
hogares y emprendimientos. A medida que
pasa el tiempo vamos conociendo con mayor detalle cómo funcionan diferentes
instrumentos financieros –crédito, ahorro, seguros, medios electrónicos, etc.–
y qué tipo de decisiones de consumo e inversión inducen. Lo mismo sucede con los diferentes tipos de
programas de protección social y sus efectos en el comportamiento y estrategias
de vida de los pobres. Por lo tanto, inclusión
financiera y política social son dos áreas en donde se puede (¡y debe!) hacer política
pública basada en evidencia, siempre que exista voluntad política por supuesto.
Finamente,
debemos seguir insistiendo que para hacer efectiva la acción pública y lograr
reducir pobreza en el ámbito rural es necesario volver a conectar la protección
social con el fomento productivo. Hay
que abandonar esa visión dual en donde exigimos a los habitantes de las zonas rurales
comportamientos esquizofrénicos: por un lado les pedimos que se comporten como
receptores pasivos de transferencias a fondo perdido (protección social), y por
otro les exigimos que actúen como empresarios, en donde la toma y evaluación de
riesgos es condición sine qua non para la inserción en mercados (fomento
productivo).
En este
proceso de cerrar brecha entre lo social y lo productivo y darle viabilidad
económica a los pobres, la inclusión financiera puede jugar un papel
fundamental. Es un ejemplo más de cómo
se puede romper la dicotomía falsa entre eficiencia y equidad. La inclusión financiera hace más eficiente un
instrumento de equidad (protección social) a la vez que hace más equitativos instrumentos
de eficiencia productiva (productos financieros).
Prensa Libre, 8 de mayo de 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario