No sé
de dónde vienen ni sé cuánto les costó llegar hasta aquí, pero les doy las
gracias por visitarnos, por venir a ver lo que hacemos, cómo vivimos, cómo
estamos saliendo adelante. Con esas
palabras doña Irma nos recibió en la comunidad de San Miguel Cajonos, Estado de
Oaxaca. Era como si estuviera hablando a
seres de otro mundo. Quizás tenía algo
de razón.
Salimos
muy temprano sin desayunar en un bus que muy pronto comenzó a escalar la sierra
oaxaqueña. Los paisajes campestres
siempre son muy especiales. El frío
mañanero, el sol que poco a poco comienza a dejarse ver y entibiar el entorno, el
camino que va pasando de cuatro a dos carriles, de asfalto a terracería, el
gris del cemento que va cediendo a tonalidades de verde.
Al
llegar nos recibieron las autoridades locales.
El comisariado ejidal nos recibió y habló en nombre de los suyos. Sentado a mi lado, hombre pequeño, delgado,
campesino, de unos 70 años, camisa a rayas y pantalón oscuro, sandalias,
gastada su ropa y su cuerpo a punta de trabajo.
De un cuaderno saca una hoja mecanografiada, en donde había escrito el
saludo que nos iba a dar.
Los
usos y costumbres de las comunidades y ejidos del sur de México dictan que así
debe ser, me dijo un colega mexicano: si te van a abrir sus casas y dar parte
de su tiempo, empiezas por presentarte, decir a qué vienes, cómo se tiene planificado
el trabajo durante el tiempo que permanezcas.
Así lo hicimos.
Acto
seguido nos dividimos en grupos más pequeños.
A mí me tocó seguir otro tramo más hacia una localidad cercana para
visitar a un grupo de mujeres que trabajan la seda. Nunca había visto semejante cosa, confieso. Desde el módulo agroforestal para producir la
hoja que alimenta el gusano, las bandejas llenas de huevecillos de gusano de
seda criollo y mejorado, otras bandejas con gusanos ya crecidos y comiendo
incansablemente, los capullos que semejan esos huevos de dulce que damos en las
fiestas de primera comunión. Las mariposas
muertas después de desovar cierran el ciclo.
Son
como bebés, nos dijo una señora, mirando sus gusanos. Por dos meses tenemos que estar muy
pendientes, todo el tiempo, trayéndoles hojas, viendo que crezcan y coman, que
no se nos vayan.
Y en
medio de todo ese proceso la mano humana, manos de mujer, manos ásperas por el
trabajo diario que hacen para producir la seda.
Cuidando que cada paso se cumpla como debe ser, porque de esa materia
prima sale buena parte de los ingresos que apoyan su frágil economía familiar.
Hierven
los capullos en unas ollas viejas calentadas a leña. Eso afloja un poco el hilo. En otras ollas
hirviendo aplican tinte, corteza del palo de Brasil para el rojo, pericón para
el amarillo, añil para un azul-morado intenso.
Lo secan al sol y van deshebrando para formar carretes de hilo. La materia prima queda constituida y solamente
entonces pasan a la confección de chales, chalinas y bufandas.
¿Qué
les hace falta? Preguntamos de distintas maneras, en grupo y en conversaciones
uno a uno mientras caminábamos por las veredas que nos llevaban de una casa a
otra. Todas ellas responden lo mismo: organización
y mercados. Necesitamos organizarnos más
para tener más poder de negociación y quedarnos con una tajada de lo que nos
llevan los coyotes. Y necesitamos
mercados para poder colocar nuestros productos, que no compiten con los chinos,
lo nuestro es un producto distinto, fino, de mejor calidad.
Al
salir de allí pensé en lo inútil que es la mano invisible para llegar a lugares
invisibles. Pensé también en lo
importante que es la acción del Estado para mitigar esos fallos que no se
corrigen de manera espontánea.
La
pobreza rural no desaparecerá sentándonos a esperar que aparezcan los mercados
como por arte de magia. Exige una acción
deliberada que cree condiciones, servicios, y bienes públicos. Esos mismos que nunca han llegado hasta allá
y que despreciamos aquí. ¿Por qué nos
cuestsa tanto aprender esa lección?.
Prensa Libre, 3 de abril de 2014.
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