Siempre
en esta brega por entender un poco más el desarrollo rural, la semana pasada
nos encerramos en el Colegio de México algunos colegas investigadores de
distintos países latino y norteamericanos (Perú, Colombia, Brasil, Chile, El
Salvador y México, Argentina y Estados Unidos).
Convocados por un proyecto de investigación que intenta mirar las
sinergias que pueden existir entre programas de transferencias condicionadas en
efectivo (TCE) y de desarrollo productivo.
La
motivación estaba frente a nuestras narices: más de 27 millones de hogares
pobres en América Latina reciben algún tipo de TCE. Buena parte de ellos reside en el campo, en
donde seguramente también son beneficiarios de algún programa de desarrollo
productivo. Luego, al ser beneficiarios
de uno y otro, puede que los efectos de cada uno se refuercen. ¿Cómo? Cambiando las decisiones de inversión
y-o aversión al riesgo de los hogares al saberse con un mínimo de ingreso que
les será transferido regularmente; generando dinámicas de mercados locales e
inversión en pequeñas actividades productivas a partir de la inyección de
recursos que generan los programas de protección social; promoviendo una mayor
inclusión financiera al bancarizar las transferencias de cualquiera de estos
programas, por citar algunos ejemplos.
Bajo
esa lógica solo sería cuestión de conectar bases de datos de programas de
transferencias condicionadas con algunas bases de datos de proyectos de
desarrollo rural y buscar que está pasando con aquellos beneficiarios que
reciben uno, otro o ambos tipos de programas.
Así de
sencillo pero así de complejo porque, como suele suceder, es siempre más fácil intuir
que demostrar. O dicho en buen chapín,
no es cuestión de soplar y hacer botellas.
El
asunto es que algunos países teniendo mucha información estadística no terminan
de dar con el método correcto. Otros,
con un método interesante no lograban juntar una muestra suficiente para hacer
análisis. Y también hubo aquellos en
donde lamentablemente ni siquiera logramos armar el equipo de trabajo con
investigadores locales.
Por lo
menos dos lecciones llevamos en lo que va del proyecto. La primera, que los programas de desarrollo
rural son un tiro con perdigones, inmensamente más complejos que los programas
de TCE. Los primeros (desarrollo rural)
pueden ir desde provisión de semillas, insumos, sistemas de riego, obras de
almacenamiento hasta programas de asistencia técnica, capacitación y apoyo a la
formalización de organizaciones de productores, por citar solo algunas combinatorias
posibles. Los segundos (TCE) en cambio,
son una receta mucho más estándar, como un helado de vainilla: dinero en
efectivo cada tantos meses a cambio del cumplimiento de alguna condición.
Seguramente
allí reside buena parte de la ventaja que la protección social le ha sacado al
fomento productivo en el imaginario de los funcionarios públicos. Una estructura sencilla es más fácil de medir
para conocer impactos, es más fácil de implementar en el terreno e
institucionalizar, y es más fácil de asumir por la clase política.
Y la
segunda, en todos los países que estamos trabajando constatamos que la realidad
siempre va más rápido que el análisis, y el análisis va siempre más rápido que
la política pública, y la política pública va siempre más rápido que los
sistemas de seguimiento y evaluación que son tan necesarios para recabar la
evidencia empírica que se necesita para saber los objetivos propuestos se
alcanzan o no.
Es como
si siempre andamos corriendo tras la realidad para tratar de pescarla aunque
sea por un instante. Pero es justamente
en las limitaciones que impone el mundo real, que la creatividad del
investigador se pone a prueba. A fin de año
le cuento cómo termina esta historia.
Por ahora denos chance de volver al terreno y seguirla pensando un poco
más.
Prensa Libre, 10 de abril de 2014.
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