Una de
las recomendaciones que se hace a los países para mejorar la eficiencia de su
gasto público es la constitución de registros de beneficiarios. El objetivo que persiguen estos sistemas es focalizar
tanto como sea posible para que los recursos lleguen a una población determinada
que se pretende atender en función de un objetivo de política en específico:
niños en edad prescolar, adultos mayores, jóvenes, indígenas, entre otras.
Sin
embargo, la experiencia ha demostrado que los registros o padrones de
beneficiarios no es algo de fácil implementación. Primero, porque montarlo requiere un esfuerzo
inicial importante, que no siempre es la prioridad de los gobernantes de
turno. Segundo, porque para que cumpla
con su cometido, el registro necesita mantenerse actualizado, lo cual demanda
mucha coordinación entre distintas dependencias –cosa que no es fácil en el
sector público de cualquier país del mundo–.
Y tercero, porque exige un compromiso con la transparencia y rendición
de cuentas de parte del gobierno, lo cual rinde frutos a mediano plazo por
sobre los beneficios inmediatos de mantener a una población políticamente capturada
(fidelizada) por la vía de entregar transferencias directas de fondos
públicos.
Aun
así, en algunos países se ha logrado superar este período inicial de
aprendizaje y consolidación, y los registros de beneficiarios se han llegado a
convertir en pieza clave para la asignación y ejecución de una buena parte del
gasto público.
Pero
conceptualmente hay otra crítica fundamental a esta herramienta, de la que se
habla mucho menos: el riesgo de pulverización de la política fiscal. Los registros, tal y como se han concebido
hasta hoy, pueden diluir muchísimo el efecto del gasto público, convirtiendo un
caudal importante de recursos en una brisa insignificante y de bajo impacto. ¿Por qué?
El tipo
de transferencia directa que se monitorea con estos instrumentos tiene como
supuesto subyacente que todo o casi todo se puede resolver por la vía de
acciones y relaciones entre el Estado y el individuo. En otras palabras, se asume que los efectos
indeseables de un fenómeno externo o política económica se pueden mitigar a
través de una transferencia directa a las personas: pobreza monetaria,
discriminación a ciertos grupos sociales, reconversión productiva para
enfrentar efectos de liberalización económica, mitigación ante el cambio
climático, etcétera.
En
algunos casos puede que esa sea la estrategia correcta, pero ese no es siempre
el caso. De hecho, la evidencia más
reciente en países que han tenido éxito en reducir pobreza apunta a la
necesidad de intervenir con inversiones públicas no solamente a nivel
individual sino colectivo. Es decir, hay
otras acciones de carácter grupal que son importantes, y que demandan cantidades
de recursos que superan los montos que usualmente se transfieren a una persona
de manera individual.
Aquí no
me refiero solamente al financiamiento para la generación de bienes públicos con
objetivos muy deseables como alcanzar mayor cohesión social o fortalecer el
capital social. También para el logro de
rentabilidad y sostenibilidad económica se requieren inversiones de mayor
escala: una planta procesadora, un beneficio de café, un centro de
almacenamiento, etc.
Así, el
diseño y uso de instrumentos como los padrones de beneficiarios para la
focalización del gasto púbico deben también capturar esta otra dimensión
colectiva, tan importante y complementaria a las intervenciones dirigidas a
individuos. Ningunear la relación del
Estado con colectivos pequeños – barrios, cooperativas, etc. – a cambio de
priorizar la relación directa Estado-individuo es un disparo en el pie.
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