En los
últimos días he participado en una serie de discusiones sobre desarrollo rural,
su financiamiento, diseño de proyectos para pequeños productores y sus
organizaciones, formas de evaluar su efectividad, diseño de institucionalidad
pública para atender al sector, espacio para hacer alianzas con el sector
privado, etc. Francamente han sido horas
muy refrescantes escuchando y debatiendo con colegas que están, como dicen los
patojos, rifándose el físico, en realidades tan disímiles como Etiopía, Nepal,
Afganistán, Haití, Egipto, Guatemala, India, Brasil, y tantos otros lugares que
siguen alojando a la mayoría de la población rural pobre del mundo.
De
manera recurrente surge la reflexión de cómo el crecimiento económico no es
condición suficiente para una reducción sostenida y sustantiva en los niveles
de pobreza rural, a menos que venga acompañado de otras condiciones
complementarias. Por ejemplo, una
sociedad civil con capacidad de organizarse alrededor de una actividad
productiva y poder además expresar sus demandas ante autoridades locales,
gobiernos nacionales y sub nacionales con un mínimo de institucionalidad y
presencia en los territorios, disponibilidad de recursos fiscales para hacer
inversiones físicas en pequeñas y medianas obras de infraestructura que
abaraten costos de producción y comercialización de pequeños productores, un
sector privado con capacidad de relacionarse con esa dinámica economía rural
que produce y necesita canales de acceso a mercados mayores, y políticas
públicas que medien y faciliten estas múltiples interacciones.
Al
mismo tiempo, llama poderosamente la atención esa visión dual que se ha
cultivado en instituciones financieras y foros internacionales. Por una parte son capaces de analizar la
complejidad de variables que toman parte en procesos de desarrollo,
crecimiento, reducción de pobreza y desigualdad; y por la otra, pueden son absolutamente
simplistas al momento de clasificar países y regiones, utilizando conceptos que
contradicen esa misma realidad dinámica y compleja.
Las
categorías entre países de renta baja, países de renta media (MIC, por sus
siglas en inglés), y países de renta alta es un caso concreto. Una métrica que esencialmente responde al
ingreso por habitante, que a su vez es una media derivada del tamaño de la
economía. Es decir, allí no vale ninguna
otra cosa más que el PIB. Y entonces,
¿en qué quedamos? ¿Por qué al nivel micro complejizamos y al nivel macro
simplificamos al extremo?
Conceptualmente
este casillero no dice ni aporta mucho. En
términos concretos, el efecto que tiene clasificar un país como MIC son las
condiciones financieras a que puede acceder a créditos y asistencia técnica, y la
disponibilidad total de recursos que le pueden ofrecer las instituciones
financieras internacionales y-o agencias de cooperación bilateral.
Pero no
es que en los MIC haya menos pobres que antes.
De hecho, en ese grupo de países viven el 70% de los pobres del
planeta. De manera que si lo que se
busca es acercar recursos cada vez más escasos a aquellos territorios que más
los necesitan sería mucho más útil y representativo incorporar otras métricas
como cohesión social, desigualdad territorial, movilidad social, o número de
hogares y personas en condición de vulnerabilidad, por citar solamente algunos ejemplos.
El
concepto de MIC hay que cambiarlo por otro más informativo. Así como está no es más que una ilusión
óptica.
Prensa Libre, 27 de Febrero de 2014.
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