“Apuntarle a la cohesión social y la estabilidad política y económica parecieran ser tres objetivos nacionales que hacen sentido en el mediano y largo plazo.”
Hace
unas pocas semanas el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo presentó
su informe “Humanidad Dividida: ¿cómo hacer frente a la desigualdad en los
países en desarrollo?”. Aunque muchos de
los mensajes ya se han recogido antes en esfuerzos similares hechos por otros
organismos nacionales e internacionales, vale la pena repasar dos o tres. Porque como bien decía un antiguo profesor
que tuve en la universidad: la repetición es la madre del entendimiento.
El
primero es la evidencia de las últimas dos décadas. Tres ejemplos tomados del informe ilustran
con mucha claridad la dimensión e importancia del fenómeno de la desigualdad: 1)
el producto interno bruto per cápita en países de ingresos bajos y medios ha
aumentado más del doble en términos reales desde 1990; 2) el 1% de la población
más rica del planeta posee en torno al 40% de los activos mundiales, mientras
que la mitad más pobre no tiene más de un 1 por ciento; y 3) como promedio, y
teniendo en cuenta el tamaño de la población, la desigualdad de ingresos
aumentó un 11 por ciento en los países en desarrollo entre 1990 y 2010. En otras palabras, los países en desarrollo
–club al cual pertenece Guatemala– han crecido en términos reales, pero dicho
crecimiento se sigue concentrando en unos pocos hogares.
El
segundo mensaje es la identificación de factores externos e internos que han
favorecido este aumento en desigualdad.
Por una parte tenemos manifestaciones concretas de la globalización como
la integración financiera regulada inadecuadamente o procesos de liberalización
del comercio, que han privilegiado retornos al capital (factor de producción con
mucha movilidad entre países y sectore) sobre los retornos al trabajo (factor
de producción con mucho menos capacidad de desplazarse en busca de mejores
oportunidades de negocio). Y por la
otra, decisiones de política interior tales como el debilitamiento de las
instituciones del mercado laboral, reducción de inversiones públicas en
educación, salud y protección social; pero también barreras económicas,
sociales y culturales que dificultan la participación política de varios
segmentos de la población.
Así,
son una multiplicidad de factores que han contribuido a que hoy seamos más
desiguales que antes. Comprender esto es
fundamental al momento de hacer un diagnóstico y recomendación de política en
determinado país. De la misma manera que
remachamos las múltiples dimensiones que tiene la pobreza, con el fenómeno de
la desigualdad pasa exactamente lo mismo: no hay que mirar solo el ingreso.
Finalmente,
el tercer mensaje tiene que ver con la desmitificación de que los países en sus
primeras fases de desarrollo económico necesariamente tienen que pasar por un
aumento de desigualdad que luego se revierte (hipótesis de Kuznets). No hay tal.
De hecho, hay ejemplos de países que han logrado crecer y reducir
desigualdad, aun partiendo de un nivel de ingreso bajo.
De lo
anterior se deduce que es en la mezcla de tres ingredientes –crecimiento
económico, políticas públicas y participación ciudadana–, donde reside la
posibilidad de articular procesos de mejoras en la equidad y el bienestar
material de la población. Apuntarle a la
cohesión social y la estabilidad política y económica parecieran ser tres
objetivos nacionales que hacen sentido en el mediano y largo plazo.
Pensar
el desarrollo en clave de equidad, si bien es cierto puede ser más complejo,
seguramente generará resultados mucho más sostenibles, deseables, y defendible por
la mayoría de todos nosotros.
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