“(…) en los últimos treinta años la única opción que hemos tenido los latinos para tener más plata en la bolsa es dedicarle más tiempo al trabajo y menos a otras cosas.”
El
deseo natural de mejorar el nivel de bienestar personal y familiar es algo en
lo que todos podemos estar medianamente de acuerdo. Y el hecho de que en el mundo actual ese
bienestar tiene un costo monetario y para poder pagarlo hay que disponer de algún
ingreso, también.
Por eso
nos educamos, procuramos construir un historial laboral más o menos interesante,
construimos y mantenemos redes de amigos, colegas y conocidos. Porque implícitamente sabemos que es una
combinación de estos tres factores (educación, experiencia y capital social) lo
que determina el espacio de crecimiento en ese mercado laboral al que
finalmente nos insertamos, así como el perfil de ingreso al que podremos
aspirar en nuestra vida útil.
No hay
que olvidar que para la gran mayoría de la población – clase media, media baja
y baja – es el ingreso laboral el mayor aporte al ingreso total de su hogar. Y como decía al principio, siendo que buena
parte del bienestar se adquiere con ingreso, entender cómo puede crecer esa
porción (ingreso laboral) es del mayor interés para cualquiera de
nosotros.
Dicho
lo anterior, también hay que decir que, además de los factores descritos, al final nuestro ingreso resultará de una combinación de otras dos variables:
cuántas horas al día podemos dedicar al trabajo (cantidad de trabajo) y cuánto
podemos producir por cada hora trabajada (calidad de trabajo o productividad).
Siendo
los países una agregación de personas, hogares, y comunidades, esta lógica individual
se puede extrapolar. Así, al igual que
las personas, también observamos países en donde su mano de obra trabaja en
cantidades y calidades distintas, lo cual explica el tipo y ritmo de
crecimiento económico que tienen.
En
noviembre del año pasado la CEPAL publicó un muy interesante artículo de
Claudio Aravena y Juan Alberto Fuentes Knight titulado “El desempeño mediocre
de la productividad laboral en América Latina: una interpretación
neoclásica”. Allí los autores hacen una
descomposición de lo que explica el valor agregado (crecimiento) de la región
desde 1981 al 2010 y abren con una aseveración muy provocadora: “para el
conjunto de los países analizados [el crecimiento] se explica por el aumento de
las horas trabajadas, mientras que la productividad laboral se redujo en
-0.3%”.
En
otras palabras, en los últimos treinta años la única opción que hemos tenido los
latinos para tener más plata en la bolsa es dedicarle más tiempo al trabajo y
menos a otras cosas que también pueden generar bienestar.
Por
supuesto que hay importantes diferencias por países, como también cambios a lo
largo del tiempo. De hecho, al escarbar
un poco más los datos aparecen cambios década a década. Por ejemplo, una caída clarísima en
productividad laboral durante los años ochenta –nuestra mal recordada década
perdida–. Allí se ven los costos de
aquel ajuste estructural, cuando optamos por contener – y muchas veces reducir
– la inversión pública en educación y salud para poder cuadrar las cuentas
fiscales y recuperar estabilidad macroeconómica. Y una paulatina recuperación de la
productividad laboral en los noventa, que se hace más clara en los dos mil.
Hay
muchos otros hallazgos interesantes en el artículo, desde metodológicos hasta
conceptuales. Lectura recomendable para
cualquiera que tenga interés en seguir profundizando sobre el tema.
En
cualquier caso, debemos estar claros que la productividad laboral es un
fenómeno de lenta transformación pero fundamental para cualquier discusión
seria sobre crecimiento robusto y sostenible.
Sin duda alguna es un hilo que tenemos que seguir jalando en
Guatemala.
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