“(…) aunque hay islas de productividad en Guatemala, son justamente eso: espacios contados y privilegiados, que no alcanzan para generar bienestar a escala suficiente.”
Para
seguir repensando en cómo salir del bache, uno de los principales desafíos que
tenemos como país y como región centroamericana pasa por aumentar los niveles
de empleo y la productividad del factor trabajo. Es decir, hay que generar más empleos y hay que
hacer que nuestra fuerza laboral aumente su capacidad de producir.
Pero ¿por
qué debiera ser empleo y productividad un objetivo central de política pública? Por dos razones, una teórica y una práctica y
concreta.
Teóricamente,
tan sencillo como que esa es la ruta más expedita y sostenible de redistribuir una
parte de los beneficios que genera el crecimiento económico. Expedita porque al utilizar los mercados
laborales, no median programas de política social para hacer llegar ningún tipo
de transferencia – salvo para aquellos que verdaderamente lo necesitan. Así, los recursos se asignan a través de los
sueldos y salarios, siempre que estos se fijen de acuerdo a productividad,
oferta y demanda.
Sostenible
porque una mayor productividad de la fuerza laboral implica que el crecimiento
económico del país no dependería tanto de golpes de suerte como buenos precios
de nuestros tres ejotes, cuatro sacos de café y una buena zafra azucarera, sino
del valor agregado que los guatemaltecos le dan a la materia prima con la que
trabajan.
Además,
una fuerza laboral con altos índices de productividad es capaz de leer las
señales del mercado, reubicarse de sectores deprimidos hacia otros más
dinámicos, exigir sus derechos y cumplir con sus obligaciones laborales, y vigorizar
el mercado interno con una capacidad de compra mucho mayor.
En
términos prácticos y muy concretos, empleo y productividad es central para
países como Guatemala porque son territorios llenos de jóvenes, que hoy por hoy
salen de la escuela y entran a un mercado laboral incapaz de absorberlos. Muchachos que al adquirir la mayoría de edad automáticamente
reciben su DPI engrapado a una garantía de que ingresarán al sector informal o
que estarán subempleados, depreciando así el poco capital humano con el que se
estrenan en la población económicamente activa.
Es
verdad que ese no es el caso de todos nuestros jóvenes, pero sí de la gran
mayoría. Porque aunque hay islas de
productividad en Guatemala, como en cualquier economía del mundo, son
justamente eso: espacios contados y privilegiados, que no alcanzan para generar
bienestar a escala suficiente. Son pocos
los patojos que logran insertarse en empleos que van de la mano con sus
intereses profesionales, que son estables, y que tienen perspectiva de
crecimiento dentro de la empresa o industria.
Esa es la consecuencia nefasta y concreta de una baja productividad del
factor trabajo.
Hace
poco estuve con un grupo de jóvenes latinoamericanos que viven en territorios
rurales. Nos juntamos a discutir su
realidad y formas de ayudarles a través de políticas públicas. Uno de ellos, apicultor en el desierto
semiárido del norte mexicano, fue tan sintético como contundente con su
comentario: “no queremos que nos den nada, mis amigos y yo podemos hacerlo por
nosotros mismos. Solo necesitamos una oportunidad para poder salir adelante.”
Me
quedé pensando en él, en sus amigos, y en lo que sus palabras representan: la
expresión más clara de la desigualdad de oportunidades latinoamericana, esa que
genera y reproduce baja productividad de la mano de obra, que en mucho se
explica por una ausencia del Estado en territorios rurales, y que a la postre
fermenta migración, descontento, inseguridad y falta de cohesión social.
De ahí
que invertir en estrategias, políticas públicas, programas y proyectos
generadores de empleo y productividad son un negocio rentable a corto y largo
plazo, no solamente en términos económicos sino también sociales. Y en países de jóvenes como Guatemala, esa debiera
ser la primera y principal prioridad de cualquier gobierno.
Si así
de obvia es la conexión, ¿cómo le hacemos para conectar mejor a nuestra
tecnocracia con las necesidades concretas de ese joven apicultor?
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