“La visión sectorial, importante como es, hace que la política pública sea ciega ante las tremendas diferencias entre regiones, departamentos y municipios.”
Siempre
en esta idea de seguir pensando en cómo salir del bache, otro de los desafíos
que enfrenta Guatemala tiene que ver con lo fiscal. ¡Sí ya lo sé!, esa trillada, entrampada, y
gastada discusión sobre impuestos y gasto público. Pero nos guste o no, hasta que no avancemos
en esta agenda va a ser muy difícil poder pensar en rutas sostenibles de
crecimiento y desarrollo.
Lo que
pasa es que con frecuencia y muy convenientemente se nos olvida que la agenda
fiscal se compone de dos caras. Una que
tiene que ver con la generación de ingresos para el Estado, y que ha sido
diagnosticada decenas de veces, siempre con características parecidas: baja
carga tributaria, gasto público con bajo impacto, dependencia de tributación
indirecta, endeudamiento del sector público relativamente controlado, déficit
fiscal dentro de límites aceptables –aunque hubiese aumentado durante la última
gran crisis internacional–, insuficiente inversión pública –que obedece a una
estructura de gasto que ya trae destino específico, pero también a una inercia
y rigideces en la ejecución del presupuesto nacional–. Esa es la caricatura de los ingresos fiscales
en Guatemala.
Ante tal
diagnóstico las recomendaciones, palabras más, palabras menos, son bastante
estándar e igualmente repetitivas: aumentar la proporción de ingresos fiscales
que provienen de tributación directa, aumentar la eficiencia en la captación de
impuestos –lo cual incluye un ataque firme y sostenido a la evasión–, reducir
el gasto tributario allí donde la economía política lo permita, generar opciones
para el financiamiento del gasto público subnacional, entre otras.
Sin
embargo, la contracara de la moneda, esa que tiene que ver con el uso de los
recursos públicos, también tiene una agenda sustantiva. De eso lamentablemente se habla poco, porque
la discusión en medios, entre especialistas y legisladores, la consume siempre
aquello que es más incendiario y urgente.
Pero la verdad es que es una agenda que no solamente debe hacer parte de
cualquier esfuerzo de reforma tributaria, sino del funcionamiento cotidiano del
Estado. Y allí hay por lo menos tres grandes
áreas de trabajo a las que debiéramos prestarle atención.
La
primeara tiene que ver con la calidad del gasto público que ya se está
ejerciendo. Si es mucho, poco,
suficiente o insuficiente, ese es otro cuento y debe discutirse por separado. Lo importante es que ese 9 o 10 por ciento
del PIB que constituye nuestra pírrica carga tributaria sea ejecutado con la
mejor calidad posible. Y para eso nos
están haciendo falta instrumentos legales e institucionales que nos permitan
darle una perspectiva de mediano plazo al diseño del gasto público, reglas
claras y transparentes para su asignación, así como mecanismos de coordinación
interinstitucional para su ejecución.
El
segundo y tercer temas tienen que ver con lo que podrían llamarse nuevos
centros de gravedad para la gestión del gasto público. Por una parte nos está haciendo falta una
dimensión territorial para la forma como estamos gastando o invirtiendo los
impuestos. La visión sectorial,
importante como es, hace que la política pública sea ciega ante las tremendas
diferencias entre regiones, departamentos y municipios. De ahí que una institucionalidad que nos haga
pensar y planificar de manera no sectorial es tan saludable como necesaria.
Finalmente,
es necesario pasar de analizar sectores concretos a obstáculos específicos y
transversales al funcionamiento del Estado.
Por ejemplo, los mecanismos de aprobación de presupuestos públicos, de
contratación de deuda pública, sistemas para coordinar la ejecución del gasto que
proviene de distintos ministerios y dependencia, que muchas veces ocasiona
duplicidades y-o déficits en los territorios donde debe hacerse efectivo.
Atender
esta agenda de gasto, al igual que la de los ingresos, es lo único que nos permitirá
sentar las bases fiscales para pasar de la estabilidad al desarrollo. Pero para ello hace falta volver a creer y
crear las condiciones para un gran acuerdo nacional que nos ponga a trabajar en
función de una Guatemala a diez o quince años plazo. ¿Seremos capaces de tal cosa?
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