“(…)la educación poco a poco deja de ser garantía de empleo, ingresos y bienestar..”
Hace
unos años escribí una columna llamada “Qué importa la desigualdad” – al final
terminó convirtiéndose en una serie de diez columnas –. Ese ejercicio me sirvió para pensar por un
rato el tema y tratar de encontrar literatura, exponentes, preguntas y métodos
para tratar de responderlas. Después de
la primera o segunda recibí un correo del Doctor Manuel Ayau invitándome a
tomar un café y conversar.
La cita
sucedió un Martes Santo en el antiguo local de la librería Sophos. Lo recuerdo bien porque la ciudad ya estaba
medio vacía y porque lo que debió ser una reunión de media hora se prolongó por
más de dos horas y media. Él me
explicaba sus ideas, yo escuchaba atento, y de vez en cuando hacía preguntas
para escuchar su punto de vista en áreas de mi particular interés.
En un
momento le dije, Doctor, ¿y qué hacemos cuando una persona toma una decisión
equivocada? ¿Lo dejamos asumir todo el costo?
Pues es lo que corresponde, me respondió. Déjeme seguir en ese tema, insistí, ¿y qué
hacemos si la consecuencia de su mala decisión afecta a su esposa y a sus
hijos? ¿quién paga la cuenta? ¿tenemos que dejarlos pagar a ellos también la
consecuencia? Después de pensarlo un
poco, me dijo, pues sí… es lo que habría que hacer. Era la respuesta que había que dar para ser
enteramente coherente con el conjunto de ideas que había estado desarrollando
durante nuestra conversación.
Al
final nos despedimos de manera muy cordial y recuerdo cómo al darnos la mano frente
a su vehículo y antes de cerrar la portezuela me dijo “véngase a ver nuestra
biblioteca, nuestro campus, lo invito un día de estos y nos tomamos otro
cafecito”. Gracias Doctor, me dará mucho
gusto seguir esta conversación.
Lamentablemente ese día nunca llegó.
Hace un
par de días Krugman discutía en su columna de opinión las características de la
desigualdad en los Estados Unidos, y los cambios que ha tenido durante la
última década. Comenzaba narrando un
episodio de los trabajadores de Leeds en el norte de Inglaterra a finales del
siglo XVIII y su reclamo por los efectos negativos que el cambio tecnológico
les había traído. La mecanización
implicaba sustituir hombres por máquinas, y con ello se quedaban un grupo de
familias en el desempleo.
De
acuerdo a los últimos datos, la estructura de la desigualdad ha cambiado en los
Estados Unidos. Hoy se explica por una menor participación de la mano de obra
en la producción nacional. Y aquí se van
parejo mano de obra calificada y no calificada.
Es decir, la educación poco a poco deja de ser garantía de empleo, ingresos
y bienestar. El surgimiento de nuevas tecnologías está, como en Leeds,
desplazando mano de obra que, una vez más, tendrá que encontrar un nuevo nicho
en el mercado laboral para poder reinsertarse.
Estos
dos ejemplos sirven para ilustrar cómo las personas pueden caer en un bache
económico y reducir su bienestar (¡cosa que de hecho sucede más de una vez a lo
largo de la vida laboral de cualquiera!).
Y eso puede ser ocasionado por haber tomado una mala decisión –una mala
inversión, un mal negocio– o porque su entorno cambia y de manera más o menos
repentina sus seguridades se evaporan –empleo, empresa, ahorros, pensión–.
La
pregunta de fondo es ¿qué hacemos como sociedad ante situaciones como
esas? ¿Dejamos que individuos y sus
hogares asuman enteramente el costo de malas decisiones? ¿Confiamos en que el
ejercicio de la racionalidad individual será suficiente para una reinserción
laboral en un plazo razonable?
Algunos
pensamos que no. Que es allí justamente
donde reside la importancia fundamental de las redes de protección social. No solamente para actuar en momentos críticos
de desempleo y reconversión productiva, sino también en momentos de calma,
dando certeza a la ciudadanía de que no caerán al vacío. Este segundo efecto es mucho más
trascendental, porque construye cohesión social, permite pensar, planificar y
tomar decisiones de mediano plazo, que generalmente son más rentables individual
y socialmente.
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