“(…) la realidad viaja en tren, las ideas a caballo y las instituciones a pie.”
¿Cómo
entender el desarrollo rural? ¿Cómo
generarlo? ¿Qué características debiera tener un programa público para
contribuir a reducir la pobreza rural de manera sostenible? ¿Cuál es la ruta
crítica por la que debiéramos transitar los países de América Latina?
En las
estrategias de protección social para la reducción de la pobreza logramos, con
las transferencias condicionadas en efectivo, construir un marco de política
pública que, aunque incompleto, por lo menos da sentido de dirección y orden al
gasto público. Ese referente además logró
tener una manifestación clara y tangible en las cuentas nacionales, en los
ingresos de los hogares y en indicadores de educación, salud, pobreza y
desigualdad. Los resultados están allí,
evaluados de muchas maneras, y las preguntas de segunda generación a la vista –
graduación, calidad educativa, inserción laboral.
En el
caso de desarrollo rural para los pobres no tenemos algo parecido. Las conexiones entre las diferentes estrategias
de generación de ingreso de este segmento de población siguen siendo una incógnita. A pesar de que abundan estudios de caso,
anécdotas, sistematizaciones, enfoques de “boutique”, pero todos con capacidad
limitada para escalarse y convertirse en programas nacionales.
Por
otra parte, los datos confirman que los hogares rurales pobres generan una
proporción muy importante de sus ingresos de otras actividades que no vienen de
manera directa de la cuerda de terreno o de los tres pollos y cerdos que se
tienen en el traspatio. Con tal
evidencia, la región ha logrado finalmente desensamblar la noción de desarrollo
rural que por años venía atada única y exclusivamente al desarrollo del sector
agropecuario.
Noción
e institucionalidad son dos cosas distintas.
Por que como bien sabemos, la realidad viaja en tren, las ideas a
caballo y las instituciones a pie. De
allí que a pesar de tener evidencia más que contundente de la pluriactividad
que existe en el campo – aunque sea de baja productividad –, del fenómeno de la
migración, y de la existencia de actividades ilícitas, el músculo e
instrumental de nuestros Estados todavía no logra un nivel de madurez que le
permita incidir de manera efectiva en la transformación de las estructuras que
definen y a la vez impiden la movilidad social de los campesinos.
A lo
más hemos llegado a desarrollar tres enfoques gruesos sobre cómo reducir
pobreza en el campo. El primero y más
visible durante los últimos quince años es el asociado a las redes de
protección social. Es decir, a los
pobres se les atiende con transferencias públicas mientras “otra cosa
sucede”. El segundo tiene que ver con un
visión de desarrollar al sector rural a través de acciones con aquellos que
tienen mejores condiciones para competir y crecer en los mercados. Es a ellos a quienes se confía la tarea de
absorber y ayudar a los más débiles a través de generarles un empleo o de
comprarles un poco de su producción. Y
el tercero apuesta por una visión más proactiva del Estado, que dedica
presupuesto e instrumentos de política (proyectos, programas y políticas) a ese
segmento de población campesina que no encuentra espacios de crecimiento ni
movilidad social.
Cualquiera
sea la visión, lo cierto es que la economía campesina continúa no solamente siendo
una gran incógnita y fuente de debate entre académicos y centros de toma de
decisión política, sino que además necesita de un esfuerzo mucho mayor para
hacerse notar. En las condiciones bajo las cuales se ejerce el poder político
en nuestras democracias, no son ni serán nunca un grupo que logre posicionarse de
manera natural como prioritario en la agenda pública. Ese espacio hay que construirlo de manera
deliberada.
Prensa Libre, 6 de junio de 2013.
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