“La realidad es que el campesino no es prioridad ni sujeto en el modelo de desarrollo de Guatemala.”
La
última noticia que aparece en medios con relación a la ruralidad y su relación
con el Estado es la conformación de un (sic) “gabinete de desarrollo rural
integral”. Una decisión de difícil
lectura y credibilidad política. ¿Por
qué? Bueno, pues simple y llanamente por
las evidencias que hemos tenido hasta el momento. Déjeme retroceder el casete y recapitular un
poco.
La
actual administración arrancó como aquellos caballos de Derby, ni bien dio el
14 de enero salieron despetacados y comenzaron a mandar señales de un
voluntarismo político que no veíamos en mucho tiempo. Estatuto de Roma, reforma fiscal, ministerio
de desarrollo social, reformas a la constitución, legalización de las drogas,
comisionado presidencial para el desarrollo rural, en fin, todo apuntaba a que
había una posibilidad real de entrarle a temas de fondo.
¿Qué
pasó en el camino? La realidad se interpuso a los planes. Tortuguismo institucional –con el Congreso a
la cabeza–, oposición de grupos tradicionales y emergentes de poder económico,
señalamientos de corrupción en la administración pública, y revueltas sociales
en el interior del país. Todo junto
enrareció el ambiente lo suficiente como para irle quitando dientes, una a una,
a las buenas intenciones que traía el gobierno.
En
cuenta las propuestas de desarrollo rural que, por supuesto, encontraron desde la
conformación del mismo gabinete una oposición ideológica (porque no estoy
seguro que llegue a conceptual), no digamos en ciertos estratos de la sociedad
que todavía ven un grupo de machetes, caites y azadones juntos y les tiemblan
las canillas porque creen que allí viene de nuevo el Decreto 900 en su versión
2.0.
Economía
campesina, agricultura familiar, programas de compras públicas para pequeños
productores, servicios de extensión, microfinanzas rurales, transferencias
públicas al campo, son todos instrumentos de política pública ampliamente
utilizados en otros países. Lo vemos en México,
en Colombia, en Perú, en Brasil, en Chile, en Argentina. Aquí todavía no.
En esta
santa meca del conservadurismo preindustrial, todo eso todavía hiede a
comunismo solapado. Y por lo tanto, hay
que traerse abajo cualquier intentona que trate de poner al pequeño productor
en el centro de la agenda política de cualquier gobierno. La realidad es que el campesino no es
prioridad ni sujeto en el modelo de desarrollo de Guatemala. ¡No nos demos paja!, como dicen los
patojos. No lo ha sido ni lo será por un
buen tiempo. En el mejor de los casos es
visto como un simple usuario de los enclenques apoyos de nuestra política
social, en espera que suceda como las candelas, y el crecimiento económico les
chorree (un par de gotas, por supuesto).
Si a
esa apresurada fotografía de la psique chapina sumamos la coyuntura política,
la lectura es más cuesta arriba aún.
Estamos finalizando el segundo año de gobierno. En otras palabras, en tres o cuatro meses más
entraremos en el año de la consolidación de lo poco que se haya podido hacer
durante la actual administración. Así
funciona nuestro ciclo. Año 1 para
aprender y medir fuerzas, año 2 para comenzar a impulsar agenda, año 3 para
consolidar y año 4 para soñar con la reelección o preparar maletas y buscar
chamba.
Me temo
mucho que la oportunidad para la transformación del campo se pasó. Aunque vuelvan con renovados aires a querer
montar un esfuerzo de coordinación interinstitucional y le pongan el nombre y
el apoyo técnico que quieran. La
realidad se ha impuesto y no hay muchas razones para esperanzarse. No con este gobierno, al menos. Ojalá me equivoque. Nada me daría más gusto.
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