jueves, 18 de julio de 2013

¡No nos demos paja!


“La realidad es que el campesino no es prioridad ni sujeto en el modelo de desarrollo de Guatemala.”

La última noticia que aparece en medios con relación a la ruralidad y su relación con el Estado es la conformación de un (sic) “gabinete de desarrollo rural integral”.  Una decisión de difícil lectura y credibilidad política.  ¿Por qué?  Bueno, pues simple y llanamente por las evidencias que hemos tenido hasta el momento.  Déjeme retroceder el casete y recapitular un poco. 

La actual administración arrancó como aquellos caballos de Derby, ni bien dio el 14 de enero salieron despetacados y comenzaron a mandar señales de un voluntarismo político que no veíamos en mucho tiempo.  Estatuto de Roma, reforma fiscal, ministerio de desarrollo social, reformas a la constitución, legalización de las drogas, comisionado presidencial para el desarrollo rural, en fin, todo apuntaba a que había una posibilidad real de entrarle a temas de fondo. 

¿Qué pasó en el camino? La realidad se interpuso a los planes.  Tortuguismo institucional –con el Congreso a la cabeza–, oposición de grupos tradicionales y emergentes de poder económico, señalamientos de corrupción en la administración pública, y revueltas sociales en el interior del país.  Todo junto enrareció el ambiente lo suficiente como para irle quitando dientes, una a una, a las buenas intenciones que traía el gobierno.    

En cuenta las propuestas de desarrollo rural que, por supuesto, encontraron desde la conformación del mismo gabinete una oposición ideológica (porque no estoy seguro que llegue a conceptual), no digamos en ciertos estratos de la sociedad que todavía ven un grupo de machetes, caites y azadones juntos y les tiemblan las canillas porque creen que allí viene de nuevo el Decreto 900 en su versión 2.0. 

Economía campesina, agricultura familiar, programas de compras públicas para pequeños productores, servicios de extensión, microfinanzas rurales, transferencias públicas al campo, son todos instrumentos de política pública ampliamente utilizados en otros países.  Lo vemos en México, en Colombia, en Perú, en Brasil, en Chile, en Argentina.  Aquí todavía no. 

En esta santa meca del conservadurismo preindustrial, todo eso todavía hiede a comunismo solapado.  Y por lo tanto, hay que traerse abajo cualquier intentona que trate de poner al pequeño productor en el centro de la agenda política de cualquier gobierno.  La realidad es que el campesino no es prioridad ni sujeto en el modelo de desarrollo de Guatemala.  ¡No nos demos paja!, como dicen los patojos.  No lo ha sido ni lo será por un buen tiempo.  En el mejor de los casos es visto como un simple usuario de los enclenques apoyos de nuestra política social, en espera que suceda como las candelas, y el crecimiento económico les chorree (un par de gotas, por supuesto). 

Si a esa apresurada fotografía de la psique chapina sumamos la coyuntura política, la lectura es más cuesta arriba aún.  Estamos finalizando el segundo año de gobierno.  En otras palabras, en tres o cuatro meses más entraremos en el año de la consolidación de lo poco que se haya podido hacer durante la actual administración.  Así funciona nuestro ciclo.  Año 1 para aprender y medir fuerzas, año 2 para comenzar a impulsar agenda, año 3 para consolidar y año 4 para soñar con la reelección o preparar maletas y buscar chamba.

Me temo mucho que la oportunidad para la transformación del campo se pasó.  Aunque vuelvan con renovados aires a querer montar un esfuerzo de coordinación interinstitucional y le pongan el nombre y el apoyo técnico que quieran.  La realidad se ha impuesto y no hay muchas razones para esperanzarse.  No con este gobierno, al menos.  Ojalá me equivoque.  Nada me daría más gusto.  

Prensa Libre, 4 de julio de 2013.  
 

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