“(…) si el apoyo por tener dos o tres cabezas de ganado es mayor que el que recibo por mantener un árbol en pie, pues lo tumbo y basta.”
¿En qué
momento y a quién se le ocurrió que la planificación era un concepto demodé en
la función pública? ¡Qué equivocada la
que nos dimos en América Latina todos estos años! Y ahora, por supuesto, nos comenzamos a dar
cuenta de que sin planificación la acción del Estado se reduce a una mera
gestión de crisis, o peor aún, a una captura por grupos de interés que
desnaturalizan y corrompen cualquier esfuerzo por proveer servicios y bienes
públicos a la población.
Paradójicamente,
así como la planificación ha estado en decadencia por ya varios años, la
evaluación se ha puesto de moda en la política pública, con especial énfasis,
eso sí, en aquella que va dirigida a los pobres. Prácticamente todos los programas de política
social y muchos de política productiva son sujetos de algún tipo de evaluación,
porque hay que dejar evidencia de que “se gasta bien” y “con impacto”.
Curiosamente
el eslabón que dejamos perdido en el camino fue el que conecta planificación
con evaluación. Primero se planifica
para después evaluar si se obtuvieron los resultados deseados. Al haber satanizado la planificación por un
mal entendido centralismo en la función pública, cometimos dos errores
crasos.
Por un
lado, perdimos de vista el bosque (políticas y programas) y nos quedamos con
visiones ultra sofisticadas y detalladas de un par de árboles (proyectos). Hoy es muy común encontrar instituciones
públicas especializadas en evaluación microeconómica, con mucho menos capacidad
en los niveles meso y macro.
Por el
otro, todavía más grave aún, descuidamos la función que cumple la planificación
para alinear incentivos entre las distintas agencias de gobierno y con ello
cumplir con esa máxima que se exige al Estado de hacerlo más eficiente en cada
peso que invierte o gasta.
Ilustro
con un caso del sector rural latinoamericano.
En ciertos países es posible ver varios programas públicos operando en
los territorios rurales. Todos con la
intención de cumplir un objetivo específico, y ciertamente todos con la
intención de mejorar, aunque sea mínimamente, alguna de las condiciones de vida
de la población rural.
Hay
países en donde una agencia de gobierno les ofrece a campesinos y comunidades
rurales la posibilidad de recibir pagos por reforestar sus territorios. Pero al mismo tiempo aparece otra agencia de
gobierno y les ofrece otro pago para apoyar la introducción de actividades
pecuarias, ganado fundamentalmente.
Dos
objetivos nobles en sí mismos. En el
primer caso, tratando de alinear la agenda ambiental con el alivio a la pobreza
rural. En el segundo caso tratando de
introducir estrategias de generación de ingreso entre los pobres rurales para que
diversifiquen sus medios de vida.
La
tensión sucede al momento de aterrizar en el territorio. Porque es el mismo pedazo de tierra por el
que dos programas públicos entran en competencia, obligando a los campesinos a
tomar una decisión “racional” y comparar qué programa les ofrece más por el uso
de su pedacito. Y allí la matemática es
tan simple como contundente: si el apoyo por tener dos o tres cabezas de ganado
es mayor que el que recibo por mantener un árbol en pie, pues lo tumbo y basta.
De allí
la necesidad de planificación en la función pública. De alinear incentivos entre las diferentes
agencias, de manera que no solamente cumplan con sus metas fiscales de
ejecución presupuestaria, sino que también contribuyan globalmente con una
visión de desarrollo.
Cabe
decir que estos ejemplos se encuentran típicamente en países con mucho más
músculo financiero, institucional y burocrático que Guatemala. Allá buena parte del debate no pasa
necesariamente por gastar más sino con mayor efectividad, con más
progresividad, con un sentido más estratégico.
Aun así, las experiencias de los que nos llevan un poco de ventaja
pueden ser útiles.
Como
bien me dijo un profesor alguna vez, antes de correr hay que aprender a
caminar. Y en muchos sentidos nosotros
aún no estamos ni siquiera gateando.
Prensa Libre, 30 de mayo de 2013.
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