“¿Cuál es la ruta para conectar a estos dos mundos que han vivido por tantos años a años luz de distancia?”
“En
todos estos años no había conocido los programas públicos que existen para el
campo. No sabía ni siquiera que existía
esta Comisión, estos apoyos, estos técnicos, no sabía que existían todos ustedes. Y cuando me lo dijeron la primera vez, pues
tampoco les creí. Y no era solamente yo,
eh. Todos en mi comunidad también
desconfiaban de estos técnicos, de estas convocatorias, de estos dizque
programas, porque hasta hoy el Estado lo más que nos había dado eran cien o
doscientos pesos, y con eso nos teníamos que conformar. Muchos me decían que solo nos iban a robar
nuestros títulos de propiedad y a quitar nuestro dinero.”
Con
esas palabras comenzó la visita que hicimos a una familia campesina rural en el
Estado de Chihuahua en México. Una zona
con poquísima precipitación, grandes extensiones planas de tierra seca, rocas, paisaje
plagado de arbustos, caminos de terracería, unas pocas vacas, uno que otro
estanque de agua, calor seco, sol intenso, casas de adobe desperdigadas por
todas partes.
Estábamos
en su campo, parados en semicírculo a la sombra de un árbol que nos refrescaba
un poco del calor que nos inundaba. Dos
hectáreas semiáridas, pero que ahora tenían un pequeño sistema de riego para
plantar árboles de manzana, nopales y pino.
Eso que los técnicos llamarían un sistema agroforestal, pero que para
ellos significaba la realización de un sueño concebido y acariciado por años
por un anciano que nos observaba desde lejos.
Quien
nos habló fue una joven mujer campesina.
Tendría unos treinta años, con una hija de cinco, Violeta, que jugueteaba
entre sus piernas y nos miraba de reojo como a seres de otro planeta. Su marido al lado, mucho más callado, pero
con una mirada de complacencia por la visita y agradecimiento por una modesta
inversión que les daba perspectiva de mediano plazo para mejorar sus precarias
condiciones de vida.
Seguramente
cada uno de nosotros, los visitantes, tendríamos miles de pensamientos
cruzándonos por la cabeza. Ciertamente
ese era mi caso. Tres preguntas
martillaban mientras escuchaba a esta mujer campesina, mientras nos narraba su
historia de vida con una energía y esperanza que ya quisiéramos tener muchos de
nosotros, el grupito que hemos tenido infinitas más oportunidades.
¿Cómo
los ciudadanos de metrópolis nos podemos embarcar a veces en discusiones tan
bizantinas y estériles, absolutamente irrelevantes para la cotidianeidad de
estos millones de personas que conforman la ruralidad pobre latinoamericana? ¿Qué tenemos que hacer para aumentar la
densidad del Estado para estos grupos, para que esa palabra tenga una
manifestación que vaya más allá de un técnico que llega esporádicamente a su
campo? ¿Cuál es la ruta para conectar a
estos dos mundos que han vivido por tantos años a años luz de distancia?
Solamente
viendo realidades como esta se comprende por qué es necesaria la presencia del
Estado y sus instituciones, de programas y políticas públicas, que muchas veces
son el único salvavidas que llega a grupos humanos refundidos en las esquinas polvorientas
de cualquiera de nuestros países. Porque
aunque es verdad que el desarrollo rural no va a suceder por decreto o por ley,
tampoco va a pasar por generación espontánea,
porque allí, en lo rural profundo de nuestra América Latina, la mano invisible de
Adam Smith es igualmente invisible.
Prensa Libre, 23 de mayo de 2013.
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