“Dos ideas muy
poderosas en la Guatemala de hoy: ciudadanía con capacidad de derrocar a sus
elites y redistribución del poder político, ambas precondiciones de prosperidad
económica.”
Las
instituciones son elemento central de cualquier proceso de desarrollo. Más importante que la dotación misma de
recursos naturales o del nivel de desarrollo tecnológico de un país. De hecho, hay una muy amplia literatura que
se ha ocupado del tema, recordándonos que conceptos como crecimiento económico,
progreso social, democracia, participación ciudadana, son todas cosas muy
deseables, pero difícilmente alcanzables sin eso que llamamos “instituciones”. Que no son más que el ordenamiento que nos
permite vivir en convivencia, que establece jerarquías y roles particulares
para cada individuo en una sociedad.
¡Espéreme
un momento! Ordenamiento, convivencia,
jerarquías, y roles. Cuatro palabras
clave que ciertamente capturan la esencia de lo que es una institución, pero
que no nos dice nada respecto de sus fines y, por lo tanto, tampoco nos permite
saber si son deseables o indeseables. Así, familia, iglesia y mafia son todos
ejemplos de instituciones, claramente unas más deseables que otras.
En una columna
de opinión anterior hice referencia a un análisis reciente hecho por Acemoglu y
Robinson, en donde dan su explicación del éxito o fracaso de las naciones
diciendo que (sic) “los países que hoy son ricos lograron esa prosperidad porque
sus ciudadanos derrocaron a las elites que controlaban el poder y crearon una
sociedad en donde los derechos políticos estaban mucho más ampliamente
distribuidos.”
También
decía sobre el argumento central de los autores que (sic) “son las instituciones
–políticas primero, y económicas después– las que explican el desempeño de las
naciones. Poderoso planteamiento ese de
llevarnos de lo político a lo económico.
De cómo las instituciones políticas, que son las llamadas a distribuir
el poder, generan los incentivos para que surjan instituciones económicas que
favorezcan o inhiban iniciativa, innovación, visión de largo plazo, y con ello
crecimiento económico y bienestar social.”
Dos
ideas muy poderosas en la Guatemala de hoy: ciudadanía con capacidad de
derrocar a sus elites y redistribución del poder político, ambas precondiciones
de prosperidad económica. Argumentos que
van en contravía de esa perorata que se tienen algunos funcionarios públicos y
analistas cuando salen a defender esa mal entendida e insostenible “institucionalidad”
que ya no nos gobierna.
La
evidencia es amplia también en señalar que no son muchas las ventanas de
oportunidad que da la historia para producir verdaderos quiebres, puntos de
inflexión, que permitan a un país cambiar su trayectoria de desarrollo. De una que refuerza instituciones extractivas
y capturadas por unos pocos, hacia otra que favorezca una distribución más
democrática del poder político y las consecuentes oportunidades económicas.
Tales
momentos son la excepción más que la regla.
No llegan ni siquiera en cada generación. Y de eso los guatemaltecos sí que podemos
hablar con propiedad, pues desde 1944 no se había vuelto a mencionar una
primavera política, evocando aquel despertar ciudadano que fue capaz de
construir un nuevo imaginario e institucionalidad básica que puso a la
Guatemala de aquel entonces a la vanguardia de muchos procesos de desarrollo en
la región.
Desafortunadamente
en aquellos años esa nueva institucionalidad nacional contravino los intereses
de otra institucionalidad más poderosa, y la experiencia completa debió
abortarse. Nos ha tomado 70 años volver
a sentir en la piel esa oportunidad de cambio pacífico y democrático, que quiebre
con nuestra historia. Y todo apunta a
que a pesar de la defensa oficiosa de una institucionalidad desahuciada, ¡avanzamos!
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