“Es fundamental
entonces poder hacer los amarres entre reformas al sistema político que la
sociedad está demandando y transformaciones económicas estructurales que se necesitan
en el país.”
“El
crimen organizado [y el narcotráfico] es muy probablemente el mayor empleador
del país.” Esas fueron las palabras del
arzobispo metropolitano Oscar Vian que aparecieron publicadas en prensa hace un
par de días. Sus razones tendría para
decir algo así, y aunque no dio una cifra específica, a juzgar por lo que está
sucediendo actualmente en el país, probablemente no está muy lejos de la
realidad.
La
corrupción y el crimen organizado hasta hace unas semanas no eran más que la
conversación cajonera de pasillo, de reunión social, de sobremesa
familiar. Pero no salía ni pasaba de
allí, porque era muy peligroso convertirse en el o la valiente que alzara la
voz y señalara con el índice a persona alguna –menos aún a un funcionario
público–. Era nuestro enorme y patético
elefante en el cuarto. Tumor canceroso
que lentamente nos devoraba.
Pero
hoy eso ha cambiado. El dique mental que
nos cohibía y amedrentaba, finalmente cedió.
La sociedad despertó y reaccionó como no lo hacía desde hace por lo
menos tres generaciones. Tanto así, que
ya no saben qué hacer con nosotros. Somos
el pulpo que se salió de la botella y ahora no hay santo poder que lo meta de
vuelta.
En ese
despertar, en ese caldo de cultivo, es que caen las declaraciones del arzobispo. Que dicho sea de paso son absolutamente
consistentes con las estadísticas nacionales que nos dicen a gritos que un 70%
de la población ocupada está en el sector informal, que tenemos a más un millón
de paisanos que han tenido que dejar el país para salir en busca de mejores
oportunidades económicas, y que aún somos una población muy rural y muy joven.
Todo
eso junto nos pone contra la pared, ante una realidad muy cruda y muy grave. Debajo de la actual crisis corren problemas
de difícil pero de urgente corrección, en donde probablemente uno de los más importantes
y urgentes sea la generación de oportunidades de empleo para todos esos
muchachos y muchachas que hoy se topan con callejones oscuros, sucios y sin
salida.
Es
fundamental entonces poder hacer los amarres entre reformas al sistema político
que la sociedad está demandando y transformaciones económicas estructurales que
se necesitan en el país. Al final del
día, devolverle un poco de decencia a la actividad política y el saneamiento de
las instituciones públicas no es un fin en sí mismo, sino una condición necesaria
pero no suficiente para poder mejorar las condiciones de vida de todos
nosotros.
En la
coyuntura actual nuestro principal activo han sido los jóvenes, algunos de
ellos con más y otros con menos oportunidades.
Algunos de barrio, otros de colonia, otros de aldea, da igual. Aun así, en medio de tanta desigualdad, hemos
logrado conectar unas Guatemalas con otras y nos hemos hecho sentir y escuchar. Imagínese entonces qué pasaría si de esta
crisis lográramos salir bien librados y le cambiamos la trayectoria al
país. Si logramos ampliar los espacios
de participación política e inserción económica de nuestra juventud, de manera
tal que el destino de la mayoría de estos muchachos ya no sea la informalidad,
la migración, el crimen organizado o el narcotráfico.
He allí
la importancia de no perder de vista el horizonte. Ese mismo que, como bien dijera Eduardo
Galeano, sirve para hacernos avanzar, movernos en dirección de un estadio mejor,
de una Guatemala distinta que nos sepa arropar a todos.
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