Leí un
artículo en la edición de fin de semana del New York Times: “Poor and clocked
out”. Una discusión sobre un tipo de
pobreza del que muy poco se dice: la pobreza de tiempo. Regularmente no solemos prestarle mucha
atención –al menos no en el mundo moderno, tan lleno de estímulos y distractores–,
justamente porque no tenemos tiempo para pensar en que quizás sea allí, en la
falta de tiempo, donde reside una de las fuentes del problema.
El argumento
central conecta la falta de dinero (pobreza material) con las decisiones
económicas que hacen los individuos día a día.
Todos estamos expuestos a hacerlo a cada momento: decidimos qué comprar,
cuánto ahorrar, cuándo pedir un préstamo, etcétera. Cada decisión que hacemos demanda un tiempo
de procesamiento para poder escoger lo que pensamos es más conveniente.
Me
recordó una película que discutimos con mi hijo mayor hace unos meses: In
Time. Allí también la trama estaba
construida alrededor de la abundancia o la escasez de tiempo. Los ricos tenían mucho tiempo para gastar, y
los pobres tenían muy poco tiempo y por lo tanto siempre estaban viviendo de
prisa para sacarle el mayor provecho a cada una de los pocas horas que tenían.
Tanto
el artículo como la película tienen el mismo mecanismo de transmisión: con
suficiente tiempo se toman mejores decisiones, con ello hay mayor
aprovechamiento de las oportunidades, que generan más dinero, riqueza, más
bienestar, que luego se traduce en más tiempo disponible (¡y viceversa!). Y no se crea que son cuentos chinos, eh. El asidero empírico está allí, demostrando de
muchas maneras. Cuando se tiene presión
de tiempo para pensar y decidir, o cuando se sabe que son pocas las opciones
(escasez) el estrés aumenta y con ello la probabilidad de errar. Y los pobres tienen el agravante de contar
con muchos menos mecanismos para asegurarse contra errores de cálculo.
Pero
además hay otro efecto mucho más perverso y perecedero en la escasez de tiempo:
obliga a las personas a priorizar lo urgente e inmediato por sobre una planificación
estratégica. Y bien sabido es que el
bienestar se construye en gran medida sobre la base de decisiones suficientemente
pensadas: número de hijos, tipo de trabajo, profesión, barrio, relaciones
interpersonales, entre otras. Son todos
eventos que pueden o no planificarse, pero en definitiva tienen un impacto en
el nivel de bienestar personal y familiar.
Toda
esta discusión en apariencia totalmente ajena a la pobreza tiene una
implicación de política pública muy concreta: el diseño de cualquier tipo de
programa social debiera tomar en cuenta el costo en tiempo como uno de los factores
de éxito o fracaso. Hay que tener
cuidado y no caer en la ilusión óptica de que una hora para un campesino es
mucho más barata que la de un banquero.
En
términos absolutos quizás lo sea, pero el tiempo, como casi cualquier otra
dimensión del bienestar, tiene una dimensión relativa y subjetiva. El uso del tiempo debe medirse en función del
costo de oportunidad que tiene para el individuo. Una hora mal invertida para un campesino en
tiempo de siembra o cosecha puede tener un altísimo impacto en la seguridad
alimentaria de su familia y en su condición de pobreza.
Reuven
Feuerstein probablemente resumiría todo esto en una sola frase: un momento…, ¡déjame
pensar!
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