En una
discusión sobre la reforma tributaria chilena el economista Jorge Marshall
reflexionaba sobre algo que él llama “el círculo virtuoso entre recaudación y
desarrollo”.
Interesante
recordatorio de cómo el desarrollo no sucede de manera espontánea, sino que más
bien debe apuntalarse de varios factores como una robusta recaudación
tributaria, sólidas instituciones, transparencia y rendición de cuentas,
participación y contrapesos en el sector público, por citar algunos cuantos
ejemplos.
Dos
elementos llaman poderosamente la atención de su análisis.
El
primero tiene que ver con la necesidad de dar señales claras de mayor
eficiencia y efectividad de parte del gobierno, porque de otra manera (sic) “se
corre el riesgo de trasladar el malestar de la población desde la falta de
equidad en el acceso a servicios sociales de calidad, al funcionamiento
deficiente de las instituciones públicas.”
Así, la sociedad confunde dos problemas relacionados pero
diferentes.
Por un
lado el exceso de desigualdad, que merma el sentido de pertenencia a un grupo
social que resulta ajeno a mi identidad e intereses. Tan simple como que el prójimo que pasa
frente a mí es tan distinto a mí, que no me reconozco en él o ella, y por tanto
tampoco veo la ocasión o necesidad de cooperar para conseguir un objetivo común
que nos beneficie a ambos.
Y por
el otro, el descrédito de las instituciones públicas ante su mal
funcionamiento, con lo cual dinamitamos los únicos puentes posibles para
conectar necesidades sociales con bienes y servicios públicos. Se explica entonces el surgimiento de propuestas
voluntariosas pero muchas veces poco edificantes para el largo plazo, como el
desmantelamiento del aparato público en funciones elementales para dar ese
sentido de cohesión que por definición está ausente en contextos de mucha
desigualdad.
¡Pero
aún hay más!
El
segundo elemento que llamó mi atención del análisis que hace el economista chileno
tiene que ver con que (sic) “[la]a
responsabilidad política del Estado respecto de la sociedad es directamente
proporcional al tamaño de la recaudación, lo que se expresa en mayores
expectativas ciudadanas en las instituciones públicas.” Esa premisa sí que va directo a la vena, y
amerita contar no hasta diez ¡sino hasta veinte o treinta!… Es decir que no podemos tampoco pedir peras
al olmo y demandar al Estado más responsabilidad que la que su dotación de
recursos le permite. Si queremos más de
aquello que vemos funcionar en otras latitudes con cuatro estaciones al año
–parques, plazas, seguridad, asfalto, agua, luz, salud y educación–, hay que
pagar el precio asociado.
Poderosa
aseveración que de inmediato me hizo pensar en Guatemala y sus ya descoloridas
discusiones. Que se repiten como disco
rayado, una y otra vez, cuando hay que aprobar un nuevo préstamo, cuando hay un
proyecto de reforma fiscal sobre el tapete, o cuando la recaudación tributaria
no da signos de mejora sustantiva y, como hoy, se proponen medidas para
aumentar los ingresos fiscales que, en el mejor de los casos, dan
en qué pensar.
Lo
esperanzador es que tales reflexiones tengan lugar en un país como Chile,
otrora experiencia exitosas de la liberalización y el mercado, hoy en una senda
más balanceada. Que reconoce el valor elemental
de lo público, de la institucionalidad y la procura de la equidad social, como
tres cimientos sobre los cuales construir su permanencia en el grupo de países etiquetados
como de mayor desarrollo.
Lo
retador para los guatemaltecos es encontrar la manera de trasladar ese discurso,
a veces conceptualmente tan ajeno, a una realidad con tantas urgencias como la
nuestra. Pero hay que seguir intentando. En algún momento la peña tendrá que ceder…
No hay comentarios:
Publicar un comentario