“La miopía en la política pública tiende a mirar la coyuntura con mucha nitidez y la estructura como un cuadro impresionista.”
Hacer o
no hacer transferencias en efectivo a los pobres ya no está en discusión. Por
fortuna esa etapa ya la hemos superado la mayoría de latinoamericanos, al menos
en aquellos países que han logrado instalar redes de protección social mínimas
para ayudar a los grupos más vulnerables –comunidades rurales, mujeres, niños,
indígenas, afro descendientes–.
Las
preguntas hoy son otras: ¿cómo ayudar a que esta población salga de dichos
programas y por esfuerzo propio pueda asegurarse el ingreso necesario para ya
no ser pobre?¿cuál es la mejor mezcla de deuda y recursos propios para
financiar estos programas? ¿qué tipo de condicionalidad es la que mejor
funciona para cada tipo de beneficiario (e.g. rural versus urbano, prescolar
versus escolar)? ¿qué otras cosas además de transferencias en efectivo podemos
hacer como parte de una política de protección social? En fin, la discusión es amplia y
sustantiva. Pero mejor aún, en el caso
de América Latina, está llena de evidencia empírica, producto de dos décadas de
estar invirtiendo en dicha agenda.
En esa
línea la revista The Economist publicó esta semana un artículo titulado
“Pennies from heaven”, en donde trata de comparar programas de transferencias
condicionadas contra programas de transferencias no condicionadas. Me pareció interesante porque me hizo pensar
en por qué los latinoamericanos hemos apostado más por la condicionalidad que
por la no condicionalidad.
El
discurso más conservador dirá que así debe ser.
Porque no es bueno dar la papa pelada a los pobres. ¡Que por lo menos les cueste la caminata a la
escuela o al centro de salud!
Curioso
porque esas mismas voces que siempre andan buscando cómo ahorrarle gastos al
Estado –para que sea más chico y no se entrometa tanto, no crea usted que por
otra cosa– deciden omitir en su argumentación que los programas no
condicionados son más baratos. Se da la
plata y listo. No hay que monitorear
condicionalidades; no hay que preocuparse por la oferta, mucho menos por la calidad
de la educación y la salud públicas; no hay que hacer complicados y costosos
sistemas de seguimiento y evaluación, entre otros posibles ahorros.
Personalmente
pienso que las razones de mantener las condicionalidades van más allá del
cuento del pescado y enseñar a pescar. Sobre
todo cuando se comparan experiencias de otras regiones del mundo en donde la
capacidad del Estado es aún más limitada.
Los
latinos partimos de un piso mínimo que nos permite construir con el Estado y no
a pesar de su total ausencia. Y con ello
podemos preocuparnos por tratar de resolver no solamente la falta de ingresos suficientes que los pobres tienen hoy, sino también
intentar ayudar a las nuevas generaciones para que con educación y salud puedan
estar mejor equipados el día de mañana.
Más
aún, la condicionalidad sienta las bases para que las mismas comunidades
beneficiarias exijan al Estado más oferta pública para poder cumplir con el
requisito de educar y vacunar a sus hijos.
Esa es una externalidad positiva muy importante para nuestra democracia:
devolverle el poder al pueblo para que exija a los servidores públicos de turno
que cumplan con su trabajo. Y así hay
varios otros beneficios indirectos de condicionar versus no condicionar.
En
suma, el éxito o fracaso de estos programas de protección social van mucho más
allá de aumentos en el ingreso de los pobres.
Hay que tener mucho cuidado de no caer en esa trampa. La miopía en la política pública tiende a
mirar la coyuntura con mucha nitidez y la estructura como un cuadro
impresionista. Pero es justamente la
estructura la que debe ser transformada para superar el atraso.
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