“Al final los latinos cambiamos una miopía por otra. Pasamos de la negación de la pobreza rural a la negación de la capacidad productiva de los pobres del campo.”
Los
problemas son los mismos, los diagnósticos son muy similares, los vacíos
institucionales se repiten. Es como ver
las películas de Batman. Cambian los
actores de turno pero la trama permanece intacta.
Así es
el cuento del desarrollo rural para pequeños productores, agricultores
familiares y campesinos en América Latina.
Una población que habita en una región que se desarrolla y consolida en
muchos frentes, pero que al mismo tiempo mantiene un déficit de bienestar para grupos
fatalmente identificados: indígenas, afro descendientes y mujeres. Todos ellos nacen en desventaja “porque sí”,
pero además sus carencias se acentúan cuando les toca habitar en territorios
rurales.
Para
ajuste de penas, las transformaciones y reformas que se impulsaron dese los
años noventa instalaron un paradigma difícil de desmontar. La lógica es muy simple y tal vez por eso
mismo muy contundente: a los grandes productores del campo se les desarrolla con
condiciones macroeconómicas que les den estabilidad de precios y con una
estrategia de apertura hacia mercados internacionales –en el entendido que los
mercados domésticos nunca serían suficientes–.
Y a los pequeños les queda la protección social como instrumento de asistencia
para mitigar su condición de pobreza, y para que los más aptos con un golpe de
suerte logren migrar.
Fue
bajo ese mantra que al paso de los años el Estado Latinoamericano decidió
olvidarse que los pequeños productores tienen capacidad de elevar su
productividad y con ello salir de la pobreza.
Ese olvido deliberado lo hizo desmontar instituciones, despedir técnicos,
cerrar programas de fomento, dejar de dar crédito, y contraer presupuestos
públicos.
En
cambio, el Estado Latinoamericano decidió enfocar todas sus baterías hacia la
protección social. Un poco por mérito
propio y otro poco por imitación y sugerencia externa. Le asignó a este objetivo mucho presupuesto,
construyó nuevas capacidades en su burocracia, creó ministerios, aprendió
técnicas muy sofisticadas de seguimiento y evaluación, documentó y compartió sus
experiencias con otras regiones del mundo que hoy lo imitan.
Esto no
es intrínsecamente malo. Solamente es incompleto. Porque lo correcto hubiese sido mantener
ambos tipos de acción pública –las productivas y las de protección social–, en
vez de convertir la discusión en un juego de suma cero.
Al
final los latinos cambiamos una miopía por otra. Pasamos de la negación de la pobreza rural a
la negación de la capacidad productiva de los pobres del campo. Y hoy comenzamos a observar los efectos de
esta elección porque la pobreza en las aldeas persiste a pesar de todo. A pesar de haber enflaquecido nuestros
gobiernos, a pesar de haber hecho protección social, a pesar de haber alcanzado
la estabilidad macroeconómica, a pesar de todo ello la pobreza rural
persiste.
De
manera que el modelo de desarrollo parece haber cumplido su tiempo y quizás es
hora de revisarlo. De hecho la región ya
se hace nuevas preguntas, signo inequívoco de que es necesario mudar el
paradigma. Hasta hace muy pocos años era
casi una herejía hablar de estrategias de salida de programas de protección
social, no existía espacio político para hablar de agricultura familiar, y la
nueva ruralidad Latinoamericana pasaba por debajo del radar de las agendas de todo
mundo.
Pero a
pesar de estos nuevos espacios que se abren en la región, hay preguntas que nos
queda de tarea a los guatemaltecos: ¿hacia qué mudaremos ahora? ¿cómo poder acelerar
y consolidar ciertas transformaciones? ¿cómo ayudar a que esta discusión
regional salpique con más intensidad en Guatemala? Francamente creo que todavía
no lo sabemos bien.
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