“En la manera de
canalizar toda esta energía social reside la genialidad de un buen gobernante,
de un estadista, de un líder mundial.”
Laicidad
del Estado, participación ciudadana, reformas, compromiso social de los
gobernantes, salir a la calle a armar lío, fiarse del pueblo, justicia, teología
de la mujer, tolerancia a los gais… ¡Pero qué escándalo es ese por Dios!
Suena a
puras consignas populistas, de seguro coreadas por esos montoneros vagos que
hoy se autoproclaman “indignados”. O
quizás no, quizás fue un locutor o periodista insidioso y trasnochado que se
puso a repetir frases de hace cuarenta y cinco años, cuando se montaban
primaveras en Praga, Paris y Woodstock.
Sí, eso ha de ser...
Bueno, pues
parece que no fueron ni trasnochados ni indignados. Dicen que todos esos conceptos los soltó de a
romplón, en la avenida Atlántica de Copacabana, un cura jesuita de más de 75
años, que cambia el título de Santo Padre por uno más modesto: obispo de
Roma.
Ciertamente
una bocanada de aire fresco la que ha tenido la iglesia católica durante los
últimos días. Por lo menos eso pensamos
muchos que veíamos con preocupación, en una suerte de implosión silenciosa,
lenta e irreversible, a una institución que ha jugado un papel fundamental en
la historia de la humanidad. Luego de un
papado larguísimo aparece uno que nos sorprende con una renuncia, como
allanando un camino para que otro más conecte con la gente y provoque con ideas
reformistas, que ojalá encuentren el espacio para darse.
Sin
embargo, el verdadero desafío – para algunos problema, para otros riesgo – es
que cuando se juntan la necesidad de cambios profundos con un reformista en
posición de implementarlos, se generan dos condiciones. La primera, es que la gente de a pie apoyará
pero siempre querrá más. Instinto natural
en los seres humanos: más es preferido a menos.
Siempre queremos ir para adelante, si aprendimos a gatear luego queremos
caminar y después correr.
Y la
segunda condición es que los reformistas generan una expectativa muy grande y
positiva en un plazo muy corto, más aún en tiempos de crisis y de altísima
conectividad – ¡hoy todo se sabe en tiempo real! –. Esto puede ser la gran fuerza y punto de
apoyo para el cambio, pero a la vez puede transformarse en una inmensa
frustración. En la manera de canalizar toda esta energía
social reside la genialidad de un buen gobernante, de un estadista, de un líder
mundial o espiritual.
Es muy
importante que el obispo no pierda la candidez para hablar, la conexión con los
jóvenes, el deseo de cambio, y la solvencia moral. Cuatro armas estratégicas para dar esta pelea
y convertir su papado en un punto de inflexión.
Sobre todo esta última (solvencia moral) será su recurso postrero para
seguir adelante, en días cuando la soledad que acompaña a todo liderazgo
comience a hacerse sentir en su entorno, y el sistema se apreste a cambiar para
que nada cambie.
“Quiero
que salgan a la calle a armar lío, quiero que la Iglesia salga a la calle,
quiero que la Iglesia abandone la mundanidad, la comodidad y el clericalismo,
que dejemos de estar encerrados en nosotros mismos. Que me perdonen los obispos
y los curas, pero ese es mi consejo. (…) No sean cobardes, no balconeen la
vida, no se queden mirando en el balcón sin participar, entrad en ella, como
hizo Jesús, y construid un mundo mejor y más justo”.
El
poder de la palabra es poderoso. Ojalá
más líderes mundiales se atrevieran a decir eso de frente. Aunque como reza el refrán: las palabras
convencen, pero el ejemplo arrastra. Su
boca es su medida, Santo Padre.
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